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Lisandro Alonso irrumpió en el panorama del cine local en 2001, con una película salida de cualquier convencionalismo: La libertad era la crónica de la vida cotidiana, de los rituales diarios de un hachero pampeano. El cineasta se deslumbraba ante las acciones primarias (comer, dormir, defecar) y se ganaba el mote del último minimalista argentino. Decidía salir a retratarlos hasta el alma en zonas ásperas, difíciles, indómitas en las que sus protagonistas se mueven con destreza.
Con Los muertos se atrevió a profundizar en la ficción, atribuyó una historia de cárcel, asesinato y búsqueda familiar a la figura real del remero Argentino Vargas, y decretó que era su límite, al que llegaría en cuanto incluir al relato en sus películas. La última, Fantasma, es la extrapolación de esas dos criaturas anteriores, Argentino y Misael, al territorio urbano, más precisamente el Teatro San Martín, donde los dos se pierden, se asombran ante terreno desconocido. En la próxima, sin título, que filmará en Tierra del Fuego, seguirá trabajando con algunas premisas que lo guían: personas comunes en vez de actores, lugares impactantes, rebosantes de naturaleza pero sacados de la postal, gente en tránsito que habla poco, confianza absoluta en el sonido y la imagen antes que en las palabras que digan o dejen de decir sus personajes.
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